Hace frío.
La luna contempla en el océano el reflejo de su silueta plateada.
El mar tiene frío también y la imagen ondulante se torna borrosa a mis ojos.
Miríadas de destellos se clavan en mis pensamientos.
La lluvia cae, tranquila, y siento mi cuerpo estremecerse, calado hasta los huesos.
Nubes oscuras corren por el horizonte.
El mar salta enfurecido, estrellándose una y otra vez contra las rocas de la playa.
La blanca espuma lucha por ganar un solo palmo a la arena y las olas se acercan, primero con fuerza y arrogancia, después tímidas e inseguras, a besar dulcemente mis pies desnudos.
A lo lejos se oye el rugir de la tormenta que se acerca lenta, muy lentamente.
Recuerdos.
Ahora lo comprendo todo.
Sé que Él se acerca...
Tengo frío pero estoy sudando.
Siento la intensidad del mar en mi interior.
Mi corazón está tranquilo. Es como si fluyese dentro de mí una catarata de emociones.
Una sonrisa se dibuja en mis labios temblorosos.
El viento gélido sacude mi húmedo cabello y un escalofrío recorre mi cuerpo.
Sé que el momento está próximo. Lo presiento.
Tengo la sensación de que si extendiese la mano podría tocarlo.
Sé que ya viene.
Una lágrima resbala por mi mejilla, confundiéndose con el negro mar mientras una letanía entumece mis sentidos.
El sol comienza a despuntar al alba.
Sus tenues rayos apenas tienen fuerza para despertar a la mañana.
Un débil resplandor dibuja un abanico multicolor que se destaca sobre las grises y amenazantes nubes.
Todo presagia su llegada.
Como si de una salva se tratase, el fantástico trueno le precede.
La lluvia cae con fuerza ahora.
Mi respiración se hace –apenas perceptiblemente- más agitada.
Y sé que está ahí.
Un resplandor acerado relampaguea con su llegada.
El caballo negro galopa y su crín majestuosa aletea al viento.
Sus cascos levantan una fantástica nube de brillante y fresca espuma, rodeándose de un halo mágico.
La brida acerada refulge como el rayo.
Las herraduras retumban en un sordo clamor.
Levantando una brisa de hielo, el Jinete cabalga sobre las olas y en sus ojos puedo ver la tormenta.
Me pongo de pie y aguardo, impaciente, su llegada.
Mi cabeza se llena con el sonido atronador de su carrera y mis músculos se relajan.
Sé que es la hora.
Estoy preparado.
Mi mente vuela a las estrellas y me encuentro conmigo mismo.
Mi boca está seca.
Su rostro es frío como el hielo y su mirada perfora los confines del Tiempo.
El sol naciente arranca de su figura destellos de oro y triunfo.
Ya no hay vuelta atrás.
Desenvainó una espada poderosa y temible.
Su destello me hechizó como el estallido de una supernova en la oscuridad de las tinieblas.
Blandió su brillo con fuerza y la espada centelleó por última vez.
El viento dejó de rugir. La lluvia cesó. La luz se extinguió...
No tengo frío.
La luna contempla en el océano el reflejo de su silueta plateada.
El mar tiene frío también y la imagen ondulante se torna borrosa a mis ojos.
Miríadas de destellos se clavan en mis pensamientos.
La lluvia cae, tranquila, y siento mi cuerpo estremecerse, calado hasta los huesos.
Nubes oscuras corren por el horizonte.
El mar salta enfurecido, estrellándose una y otra vez contra las rocas de la playa.
La blanca espuma lucha por ganar un solo palmo a la arena y las olas se acercan, primero con fuerza y arrogancia, después tímidas e inseguras, a besar dulcemente mis pies desnudos.
A lo lejos se oye el rugir de la tormenta que se acerca lenta, muy lentamente.
Recuerdos.
Ahora lo comprendo todo.
Sé que Él se acerca...
Tengo frío pero estoy sudando.
Siento la intensidad del mar en mi interior.
Mi corazón está tranquilo. Es como si fluyese dentro de mí una catarata de emociones.
Una sonrisa se dibuja en mis labios temblorosos.
El viento gélido sacude mi húmedo cabello y un escalofrío recorre mi cuerpo.
Sé que el momento está próximo. Lo presiento.
Tengo la sensación de que si extendiese la mano podría tocarlo.
Sé que ya viene.
Una lágrima resbala por mi mejilla, confundiéndose con el negro mar mientras una letanía entumece mis sentidos.
El sol comienza a despuntar al alba.
Sus tenues rayos apenas tienen fuerza para despertar a la mañana.
Un débil resplandor dibuja un abanico multicolor que se destaca sobre las grises y amenazantes nubes.
Todo presagia su llegada.
Como si de una salva se tratase, el fantástico trueno le precede.
La lluvia cae con fuerza ahora.
Mi respiración se hace –apenas perceptiblemente- más agitada.
Y sé que está ahí.
Un resplandor acerado relampaguea con su llegada.
El caballo negro galopa y su crín majestuosa aletea al viento.
Sus cascos levantan una fantástica nube de brillante y fresca espuma, rodeándose de un halo mágico.
La brida acerada refulge como el rayo.
Las herraduras retumban en un sordo clamor.
Levantando una brisa de hielo, el Jinete cabalga sobre las olas y en sus ojos puedo ver la tormenta.
Me pongo de pie y aguardo, impaciente, su llegada.
Mi cabeza se llena con el sonido atronador de su carrera y mis músculos se relajan.
Sé que es la hora.
Estoy preparado.
Mi mente vuela a las estrellas y me encuentro conmigo mismo.
Mi boca está seca.
Su rostro es frío como el hielo y su mirada perfora los confines del Tiempo.
El sol naciente arranca de su figura destellos de oro y triunfo.
Ya no hay vuelta atrás.
Desenvainó una espada poderosa y temible.
Su destello me hechizó como el estallido de una supernova en la oscuridad de las tinieblas.
Blandió su brillo con fuerza y la espada centelleó por última vez.
El viento dejó de rugir. La lluvia cesó. La luz se extinguió...
No tengo frío.